¿POR
QUÉ ES IMPORTANTE LA LITERATURA PARA UN PUEBLO?
“Rafuema
contó que los uitotos habían nacido de las palabras que contaban su nacimiento.
Y cada vez que él lo contaba, los uitotos volvían a nacer.”
Eduardo
Galeano, en Los hijos de los días.
El
lenguaje es imprescindible en la vida de los seres humanos. Las palabras, la
escritura, las señas, las miradas: a través de ellas nos comunicamos y
expresamos lo que sentimos: nuestras emociones, nuestras ilusiones, nuestros
deseos o nuestros rencores. El lenguaje nos permite conocer al otro, dar un
vistazo, a veces profundo, a su interior, aunque en ocasiones el otro no lo
note. El lenguaje nos permite conocer y transmitir historias, porque de
historias y de historia estamos hechos las personas.
La
palabra es la unidad básica de nuestro lenguaje, oral y escrito, es una de
nuestras tantas formas básicas y complejas de expresión, cuya función básica es
indicativa, a la vez que persuasiva. La palabra, que en apariencia es inofensiva,
ha sido capaz de echar a andar al mundo, porque a las palabras se las lleva el
viento, dice el dicho, y el viento arrastra al mundo a su libre albedrío; es
ese albedrío con el que se dice o con el que se escribe el que construye
historias, momentos, luchas, amores, treguas. Las palabras declaran la guerra o
la paz, el amor o el desdén, gritan la injusticia, proclaman los derechos,
justifican las desigualdades, seducen los sentidos. Es la palabra, en
apariencia inofensiva, quien ha echado a andar al mundo.
La
literatura, materialización de las palabras, es la viva voz del autor que la
proclama, de las ideas que en su interior se gestan, de las luchas que su razón
enfrenta. La literatura forma parte indisociable del momento histórico en que
se aloja, del pueblo que le motiva y que le inspira, de los lectores que la
interpretan: es la trascendencia en el tiempo de un momento finito, un
minúsculo momento en los siglos de los siglos que es significante para uno: el
autor; que quiere ser significante para otros: sus lectores. La literatura es
la afirmación de la muerte, destino de lo humano, pero la negación ante el
olvido. Al autor que ya no existe le sobreviven sus palabras y emociones, sus reflexiones
y contradicciones, sus pasiones y delirios.
Cuando
un autor escribe trasciende la barrera del tiempo, busca alimentar a la
memoria, lucha, con las letras como escudo, contra las fauces de la amnesia
colectiva, contra el implacable y voraz olvido, el que se va a donde van las
cosas sin dueño, sin destino, sin lugar, sin polvo que limpiar. La literatura
es un arnés para atarnos al andar del incansable tiempo, que nos arrastra
cuando nuestro paso se aligera y entorpece y somos incapaces de seguirlo más.
Somos finitos, pero buscamos lo inmortal. La escritura indígena americana, la
oriental, la africana, milenarias, han llegado a nosotros, a nuestros tiempos
de armas nucleares y guerras mundiales y nos han mostrado mundos maravillosos,
mágicos, místicos, interesantes. Aquellos pueblos, ultrajados, aniquilados, se
negaron a morir y la esencia de su gente, de sus dioses, de sus niños, mujeres
y ancianos, de sus ritos, sigue aquí, entre nosotros, porque se las arreglaron
para sobrevivir al incendio intencionado de letras y papiros, viajaron junto
con los años, y siguen viajando a la velocidad de la luz a través de complejos
dispositivos electrónicos.
La
literatura es la alternativa de un pueblo para no morir, porque sus voces
siguen haciendo eco en las montañas de cronos,
en los rincones del espacio. Los huesos se hacen polvo y fertilizan una tierra
cada vez más erosionada, las palabras que se esconden bajo el polvo y a él se
aferran, se esparcen con el viento, dan la vuelta al globo y luego ese polvo es
respirado por otros que asimilan su contenido, lo reproducen, lo difunden y los
inspira para crear más ideas, más historias, más denuncias a las injusticias: palabras
que también serán ocultadas bajo el polvo y las cenizas, porque el polvo, el
humo y las cenizas son utilizadas por los portadores del poder para ocultar sus
abusos.
Los
regímenes del terror, del mercantilismo, del elitismo, de la muerte y de las
desapariciones forzadas, enemigos de la sociedad que los enriquece y los
empodera, son los principales enemigos de la literatura y del que escribe. Los
altos funcionarios, amantes de las ideas políticas de Franco, de Mussolini, de
Videla o de Pinochet; los dueños de los bancos, de los medios de comunicación
masiva y de todo el capital, han necesitado millones de toneladas de ese polvo
para ocultar la verdad, para que creamos sus mentiras y para justificar sus acciones,
para no dar a conocer sus crímenes, sus abusos, su hedonismo arcaico. Ellos
pretenden que el polvo que se levanta cuando entierran los cadáveres de tantos
inocentes nos ciegue. Como el asesinado que no habla, el desaparecido que no
grita, el torturado que ya no siente, pretenden que la sociedad tampoco hable,
tampoco grite, tampoco sienta. Obediencia y dogma: la fórmula secreta.
La
literatura es la voz del pueblo, es el grito de justicia, es el llamado a
sentir, a pensar, a actuar. Aunque escribir es una actividad eminentemente
solitaria, que expresa los sentimientos, las ideas y las interpretaciones de la
realidad de un individuo, su trasfondo es social, porque el descubrimiento de
su sentido es colectivo, es construido por todos aquellos que se apropian de la
obra, que la hacen suya, que la atacan y desdeñan o que la halagan y les
entusiasma. La literatura es el llamado a la acción: al amor, al placer
responsable, a pensar, a luchar contra la desigualdad, a renacer, a hacer
realidad la utopía, a defender los ideales; o a la inversa, como el conde de
Lautréamont, quien escribió para pintar “las delicias de la crueldad”, puede
ser un llamado al repudio de lo humano. Es nuestro derecho y nuestra
responsabilidad, decidir a qué llamado de la acción acudimos.
A
través de la literatura los pueblos nos narran sus historias, nos dan a conocer
su visión del mundo, nos muestran las virtudes de sus dioses, el carácter de
sus gobernantes, los excesos de sus opresores, el color y los sabores de sus
días, la amargura de sus guerras, la gloria de alcanzar su libertad. A través
de la literatura un ser humano, como cualquier otro, nos provoca una catarsis
con la ilusión de sus amores, la saliva de su amante, la utopía de sus ideales,
la añoranza de los viejos tiempos, la esperanza de los nuevos, la nostalgia del
destierro, las delicias de un buen vino. Ambos, pueblo y autor, tienen la necesidad
de no morir, de negar el olvido, de rescatar la memoria.
El
lenguaje y la literatura nos permiten conocer y transmitir historias, porque de
historias y de historia estamos hechos las personas.
“¿Con
qué he de irme?
¿Nada
dejaré en pos de mí sobre la tierra?
¿Acaso
en vano venimos a vivir, a brotar sobre la tierra?
Dejemos
al menos flores.
Dejemos,
al menos, nuestros cantos.”
Nezahualcóyotl, en Un recuerdo que dejo.
Escrito por Jesús Eduardo Troncoso.
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